Entonces comienzo a correr hacia la parte trasera del estrado. Debo
confesar que hace muchos años que no concurro a un acto del Día de los
Trabajadores. Tengo claro que muchos catalogan mi opción como de
desclasado, lumpen y varios otros comentarios que realmente me tienen
sin cuidado. Tengo varias y bien fundadas razones para no hacerlo. Me
pregunto cual fue el motivo que hizo que este año me decidiera a volver
a acompañar la marcha y el acto.

Juro que cuanto mas corría el
estrado parecía estar mas lejos, como si tomara vida y al verme acercar
con ese ritmo tan vertiginoso quisiera alejarse, quizá para que no me
chocase contra él, quizá para no ver mi rostro que definitivamente
debía estar super desencajado. El corazón parece haber ocupado el lugar
que hasta hace minutos ocupaba mi nuez de Adan, nombre raro y cómico,
mezcla de semilla con cosa religiosa, católica y que ahora que lo
pienso me gustaría investigar el origen del término.

Mi vista
no puede haberse equivocado tanto, no creo que se trate de un acto
fallido, estoy seguro que a quien vi detrás del estrado es Mónica, mi
primer gran amor de la adolescencia. Tantos recuerdos de todo lo vivido
en aquellos hermosos cuatro o cinco años: mi primera noche de sexo, y
la suya, nuestros encuentros en la esquina, luego del liceo, nuestras
largas horas de interminables conversaciones, aquellos apasionados
abrazos en que parecíamos fundir nuestros cuerpos en uno solo, nuestros
proyectos: los hijos, los perros y el papagayo azul que íbamos a tener
cuando compráramos la chacra donde criaríamos a nuestros niños en un
ambiente natural, armónico. Recuerdo que había un punto en el que yo no
negociaba: la chacra debía tener un pequeño bosque donde pasaría muchas
de mis horas leyendo filosofía, arte, política y por supuesto el diario
que llegaría a la mañana para informarme de lo que acontecía en mi país
y en el mundo, recostado al tronco de un robusto y frondoso roble.

Lo
cierto es que aquella carrera no creo que hayan sido de mucho mas de
doscientos metros, pero la sensación era la de haber corrido una
maratón, mi respiración era rápida, entrecortada, agitada, necesitaba
hinchar mi pecho para tomar la mayor cantidad de aire posible y de esa
forma lograr oxigenar desde la primera a la mas escondida y remota de
mis células. Es sumamente obvio que los cientos de personas que allí
estaban, a mi alrededor, participando del acto con termos, mates,
tortas fritas, banderas y pancartas no tenían la menor idea del motivo
de mi euforia. En realidad volví a hacer consciencia de toda aquella
gente cuando el sonar de la primer estrofa de «La Internacional
Socialista» hizo que me detuviera de manera abrupta. Siempre se eriza
mi piel cuando la escucho sonar y comienzo a entonarla de pie, brazo en
alto, en una total simbiosis con el resto de la gente e inevitablemente
derramo una lágrima que se seca en mi mejilla acariciada por ese
hermoso y cálido sol de otoño que acompaña casi con un gesto de
complicidad. El mismo sol que desde la inmensa bandera sobre el estrado
parecía mirarnos a los presentes y disfrutar emocionado de nuestra
presencia.

Llegado detrás del estrado, casi repuesto de la
carrera pero mucho mas ansioso que antes de comenzar a correr la veo a
poco metros: es ella, no había duda, mi vista no me había engañado. ¿
Cómo decirlo ? es Mónica pero no es «aquella» Mónica, la de mis
recuerdos, la de cabello caoba, grandes ojos negros y largas piernas
enfundadas en ajustado jean.

– «Mónica: Hola!! pasaron mas de veinte años! ¿Qué ha sido de tu vida?»

Nos
mezclamos en un interminable y cálido abrazo, como aquellos de la
adolescencia pero con un fluir energético muy diferente. Es que en este
momento somos dos adultos, dos desconocidos a los que indudablemente
unen recuerdos y vivencias aún más cálidas que el otoñal sol que cubre
nuestro abrazo.

– «Cuántas canas! ¿Qué haces? Uyy! No se que decir!, estás  pelado, jaja! Cuánto tiempo, cuánta vida…»

La
conversación duró mucho tiempo, igual que aquellas en épocas de
noviazgo adolescente. Su carrera, su matrimonio y el divorcio y el
próximo matrimonio y los niños. El mayor casi tienen la edad que tenía
cuando la conocí. Y el divorcio nuevamente, y el post grado y el
doctorado, su viaje a Mexico y luego a Europa (a finalizar sus
estudios) y la forma en que describe cada una de las situaciones,
lugares y momentos que vivió desde que eligió alejarse del país. Y
también mis estudios, mis amores y desamores, mi «virginidad» en
materia de matrimonios formales, mis hijos,  mi continua búsqueda de
tantos locos ideales adolescentes que descubro que aún viven conmigo,
los nombres de los que están y de los que ya no. De los que viajaron,
las decenas de juntes y rejuntes hijos, hijas y hasta algún nieto de
los amigos en común. Todo mezclado de una loca y armónica forma.
Anocheció.
A lo lejos el contorno dibujado de los cientos de personas que
retornaban a sus hogares, caminando, banderas al viento, algunos
cánticos resonando, colándose entre los muros de aquel edificio que nos
sirvió de confesor, callado, atento, cómplice, sobre el que yo apoyaba
mi pierna.

El cielo cambió cálido sol por nubes grises y las
primeras gotas de una mansa lluvia que duraría toda la noche fueron una
excelente excusa para decidir que la conversación seguiría en mi casa,
a no muchas cuadras de alli. Siempre dijo que nadie cocinaba una paella
como la que yo hacía. Nunca supe que cosa tiene de especial pero lo
cierto es que, además de ser un plato que me seduce preparar, a la
mayoría de mis amigos les gusta mucho comerla. Quizá los aromas que se
van mezclando en el ambiente junto con el vino que es compañero
inevitable del «guiso de mariscos» como me gusta llamarlo a mi, sean
los reales merecedores de tantos elogios. El mercado aún no cerraba sus
puertas por lo que decidimos procurar los ingredientes y el vino para
preparar una paella en homenaje a tan bello momento que la vida nos
estaba regalando.

Fueron los primeros rayos de sol disipando la
tormenta y penetrando por la ventana de mi dormitorio los que nos
hicieron despertar y hacer consciencia de que hacía mas de doce horas
que estábamos juntos y que de seguro podían pasar muchas horas mas sin
que dejáramos de tener temas para compartir. El brazo del pasadiscos
golpeaba contra su eje y la púa rascaba aquel viejo disco de vinilo que
tantas veces escuchamos en nuestra adolescencia y que hacía muchos años
no ponía a girar.

– «Quiero ducharme: me pasas una toalla?»

Café
recién preparado en la vieja cafetera italiana, la misma que me
acompaña desde que decidí que era el momento de independizarme, de
volar, de tomar distancia de los viejos, de la casa de los viejos para
inventar mi vida, mi hogar, mis proyectos, mis sueños, mis utopías.
Luego un fuerte  abrazo, como detenido en el tiempo, fue quien puso fin
al encuentro.

– «¿A que hora sale tu avión? ¿Realmente lograste adaptarte a Stockolmo?»

Camino
a la oficina los obreros comenzaban a desarmar el estrado. Me detengo,
miro tras el estrado. No busco. Sonrío, otra lágrima en mi mejilla.
Recuerdo.

Kike