La inflación, la deuda pública y
la deuda privada fueron los tres mecanismos sucesivos con los que se fue
paliando durante casi medio siglo el conflicto estructural entre
capitalismo y democracia. Hoy, agotados esos recursos, la política pasó a
ser dictada por los financistas sin intermediarios.
enseñan que hoy son “los mercados” quienes dictan su ley a los Estados.
Aunque supuestamente democráticos y soberanos, se les prescriben los
límites de lo que pueden hacer por sus ciudadanos y se les sugieren las
concesiones que deben exigir de ellos. Para la población, algo es claro:
los líderes políticos no sirven a los intereses de sus ciudadanos, sino
a los de otros Estados u organizaciones internacionales –como el Fondo
Monetario Internacional (FMI) o la Unión Europea–, resguardados en los
rigores del juego democrático. Generalmente, esta situación se describe
como la consecuencia de una falla en la estabilidad general: una crisis.
¿Pero realmente es así?
También se puede leer la “Gran
Recesión” (1) y el cuasi colapso de las finanzas públicas resultante
como la manifestación de un desequilibrio fundamental de las sociedades
capitalistas avanzadas, tironeadas entre las exigencias del mercado y
las de la democracia. Una tensión que convierte a los disturbios y la
inestabilidad más en una regla que en una excepción. Entonces sólo
podría comprenderse la crisis actual a la luz de la transformación,
intrínsecamente conflictiva, de lo que llamamos “capitalismo
democrático”.
Desde fines de 1960, se implementaron
tres soluciones sucesivas para superar la contradicción entre democracia
política y capitalismo de mercado. La primera fue la inflación, la
segunda fue la deuda pública y la tercera, la deuda privada. Cada uno de
estos intentos se corresponde con una configuración particular de las
relaciones entre los poderes económicos, el mundo político y las fuerzas
sociales. Pero estas soluciones entraron en crisis una tras otra,
precipitando el paso al ciclo siguiente. Por tanto, la tormenta
financiera de 2008 marcaría el final del tercer período y la probable
llegada de un nuevo arreglo, cuya naturaleza sigue siendo incierta.
La inflación
El capitalismo democrático de la
posguerra tuvo su primera crisis a partir de fines de los años sesenta,
cuando la inflación comenzó a desbocarse en todo el mundo occidental. La
desaceleración del crecimiento económico de pronto amenazaba la
continuidad de un modo de pacificación de las relaciones sociales que
había puesto fin a los conflictos de posguerra. Básicamente, la receta
adoptada hasta el momento había sido la siguiente: la clase obrera
aceptaba la economía de mercado y la propiedad privada a cambio de la
democracia política, la cual garantizaba protección social y una mejora
constante del nivel de vida. Más de dos décadas de crecimiento
ininterrumpido contribuyeron a anclar la creencia de que el progreso
socioeconómico era un derecho inherente a la ciudadanía democrática.
Esta visión del mundo se traducía en reivindicaciones que los líderes se
sentían obligados a cumplir: ampliación del Estado de Bienestar,
derecho de los trabajadores a la libre negociación colectiva y pleno
empleo. Todas estas medidas fueron sostenidas por gobiernos que
utilizaban abundantemente las herramientas económicas keynesianas.
Pero cuando, a comienzos de los años
setenta, el crecimiento comenzó a declinar, esta solución comenzó a
tambalear (una inestabilidad que se manifestó en una ola mundial de
protesta social). Los trabajadores, aún no paralizados por el miedo al
desempleo, creían que no debían renunciar a lo que ellos consideraban
como su derecho al progreso.
Con el correr de los años, todos los
gobiernos del mundo occidental se vieron enfrentados al mismo problema:
¿cómo llevar a los sindicatos a moderar las demandas de aumento salarial
sin tener que cuestionar la promesa keynesiana del pleno empleo? En
efecto, mientras que, en algunos países, la estructura institucional del
sistema de negociaciones colectivas facilitaba la firma de “pactos
sociales” tripartitos, en otros, la década de 1970 fue marcada por la
convicción (compartida en las más altas esferas del Estado) de que dejar
crecer el desempleo para contener el alza de los salarios constituiría
un suicidio político o incluso el asesinato de la propia democracia
capitalista. Para superar este callejón sin salida y preservar tanto el
pleno empleo como la libre negociación colectiva, se esbozó una salida:
la flexibilización de las políticas monetarias, a riesgo de dejar
escapar la inflación.
Puja de clases
Al principio, el aumento de precios
casi no significaba un problema para los trabajadores: estaban
representados por sindicatos lo suficientemente poderosos como para
imponer un ajuste de hecho de los salarios en base al aumento de
precios. Sin embargo, al erosionar su patrimonio, la inflación
perjudicaba a los acreedores y tenedores de activos financieros, es
decir, a grupos que contaban con relativamente pocos trabajadores entre
sus filas. En tales condiciones, se puede describir la inflación como el
reflejo monetario de un conflicto distributivo: por un lado, una clase
trabajadora que reclama por seguridad en el empleo y una participación
mayor en el ingreso nacional; por otro, una clase capitalista dedicada a
maximizar el retorno de la inversión. Dado que ambas partes se basan en
ideas mutuamente incompatibles de lo que les toca, ya que una
privilegia los derechos de los ciudadanos y la otra los de la propiedad y
el mercado, la inflación expresa aquí la anomia de una sociedad cuyos
miembros no logran llegar a un acuerdo acerca de criterios comunes de
justicia social.
Si bien en la inmediata posguerra el
crecimiento económico había permitido que los gobiernos desactivaran los
antagonismos de clase, la inflación ahora les permitía preservar el
nivel de consumo y la distribución de los ingresos echando mano a
recursos que la economía real todavía no había producido.
Aunque eficaz, esta estrategia de
pacificación de los conflictos no podía durar indefinidamente. Con el
tiempo, terminó provocando una reacción de parte de los poseedores de
capitales interesados en proteger su patrimonio. Bajo su influencia, la
inflación condujo al desempleo, castigando a los trabajadores, a cuyos
intereses había atendido originalmente. Aguijoneados por los mercados,
los gobiernos abandonaron los acuerdos salariales redistributivos para
volver a la disciplina presupuestaria.
La inflación fue derrotada después de
1979, cuando Paul Volcker, recién nombrado director de la Reserva
Federal estadounidense por el presidente James Carter, ordenó un aumento
sin precedentes de las tasas de interés, que hizo trepar la
desocupación hasta niveles que no se habían alcanzado desde la Gran
Depresión. El “golpe” fue validado por las urnas: el presidente Reagan
–de quien se dijo que en un principio había temido las repercusiones
políticas de las medidas deflacionistas adoptadas por Volcker– fue
reelecto en 1984 [había sido elegido para su primer mandato en 1980]. En
el Reino Unido, Margaret Thatcher, que había seguido las políticas
estadounidenses, también fue reelecta en su cargo de Primera Ministra en
1983, a pesar de la rápida desindustrialización y alza en el número de
desocupados, provocadas, entre otras cosas, por su política de
austeridad monetaria. En ambos países, la deflación fue acompañada por
un ataque contra los sindicatos. En los años siguientes, la inflación se
mantuvo limitada en todo el mundo capitalista, mientras que la
desocupación seguía aumentando de modo más o menos constante: entre el
5% y el 9% entre 1980 y 1988, particularmente en Francia. Al mismo
tiempo, la tasa de sindicalización caía y las huelgas se volvían tan
esporádicas que incluso algunos países dejaron de relevarlas.
La deuda pública
La era neoliberal se abrió en el
momento en que los Estados anglosajones abandonaron lo que había sido
uno de los pilares del capitalismo democrático de la posguerra: la idea
de que el desempleo podría arruinar el apoyo político del que gozaban no
sólo los gobiernos en el poder, sino también el propio modo de
organización social. Los líderes políticos de todo el mundo siguieron
con gran atención los experimentos realizados por Reagan y Thatcher. Sin
embargo, aquellos que habían esperado que el fin de la inflación
pusiera término a los desórdenes económicos pronto se sintieron
decepcionados. La inflación disminuyó, pero sólo para dar paso a la
deuda pública, que alzó vuelo durante los años ochenta. Y así ocurrió
por diversas razones.
El estancamiento del crecimiento había
vuelto a los contribuyentes –en especial a los más prósperos e
influyentes– muy hostiles respecto de las retenciones fiscales. Y la
contención del aumento de los precios puso fin a los aumentos de
impuestos automáticos (a medida que crecían los ingresos).También fue el
final de la continua devaluación de la deuda pública mediante el
debilitamiento de las monedas nacionales, que en un primer momento había
completado el crecimiento económico, antes de sustituirlo
progresivamente, como una herramienta clave para reducir la deuda. El
aumento del desempleo generado por la estabilización monetaria obligó a
los Estados a incrementar los gastos en ayuda social. Además, comenzaba a
caer la realización de los diferentes derechos sociales creados durante
la década de 1970, a cambio de que los sindicatos aceptaran la
moderación salarial (especie de salarios diferidos). Y pesaba cada vez
más en las finanzas públicas.
Dado que ya no era posible apostar a la
inflación para reducir la brecha entre las exigencias de los ciudadanos
y las de los mercados, el encargado de financiar la paz social fue el
Estado. Durante un tiempo, la deuda pública constituyó un cómodo
equivalente funcional de la inflación. En efecto, al igual que esta
última, la deuda pública permitía que los gobiernos utilizaran recursos
que aún no habían sido producidos para aliviar los conflictos
distributivos. O, para decirlo de otro modo, que echaran mano a los
recursos futuros para completar los actuales. A medida que la lucha
entre las exigencias de los mercados y las de la sociedad se trasladaba
del lugar de producción hacia la arena política, las presiones
electorales sustituyeron a las luchas sindicales. En vez de echar a
andar la máquina de hacer billetes, los gobiernos comenzaron a
endeudarse más y más. Un proceso facilitado por el bajo nivel de
inflación, que tranquilizaba a los acreedores respecto del valor a largo
plazo de las obligaciones del Estado.
Sin embargo, la acumulación de deuda
pública tampoco podía durar para siempre. Desde hacía mucho tiempo los
economistas alertaban a las autoridades sobre el hecho de que el déficit
público agotaba los recursos disponibles y sofocaba la inversión
privada, conllevando un incremento de las tasas de interés y una
desaceleración del crecimiento. Pero no eran capaces de identificar un
umbral crítico. En la práctica, resultó posible, al menos por un tiempo,
mantener las tasas de interés relativamente bajas desregulando los
mercados financieros y contener la inflación debilitando aun más a los
sindicatos. No obstante, Estados Unidos, un país donde el nivel de
ahorro es excepcionalmente bajo, pronto empezó a vender sus bonos del
Tesoro, no sólo a sus propios ciudadanos, sino también a inversores
extranjeros, fondos soberanos incluidos. Además, a medida que aumentaba
el peso de la deuda, se utilizó un porcentaje cada vez mayor del gasto
público para pagar los intereses. Y, sobre todo, era preciso que en un
momento dado –imposible de determinar a priori–
los acreedores nacionales y extranjeros exigieran recuperar su dinero.
Los “mercados” entonces harían todo lo posible para imponer a los
Estados la disciplina presupuestaria y la austeridad necesarias para
salvaguardar sus intereses.
La elección presidencial estadounidense
de 1992 estuvo dominada por la cuestión del doble déficit: déficit del
gobierno federal y déficit comercial de todo el país. La victoria de
William Clinton, que lo había convertido en su principal eje de campaña,
marcó el inicio de una serie de esfuerzos de “consolidación
presupuestaria” (2). A escala mundial, estos fueron promovidos
agresivamente bajo la égida de Estados Unidos, por organismos como la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el
FMI. En un principio, la administración demócrata proyectó reducir el
déficit impulsando el crecimiento económico a través de importantes
reformas sociales y aumentos de impuestos. Sin embargo, en 1994 los
demócratas perdieron la mayoría en el Congreso en las elecciones de
medio término. Entonces, Clinton dio media vuelta y adoptó una política
de austeridad, marcada por una reducción significativa del gasto público
y un giro político que, según sus propias palabras, pondría fin a “la
protección social tal como la conocemos”. Entre 1998 y 2000, por primera
vez en décadas, el gobierno federal estadounidense alcanzó el superávit
presupuestario.
La deuda privada
No obstante, la administración Clinton
no había logrado pacificar la economía política del capitalismo
democrático de una manera sostenida. Su estrategia de gestión de
conflictos sociales consistió en gran parte en ampliar la desregulación
del sector financiero, ya iniciada por Reagan. La rápida ampliación de
las desigualdades en los ingresos, provocada por el continuo
debilitamiento de la sindicalización y los fuertes recortes al gasto
social, como así también la disminución de la demanda agregada (3)
generada por las políticas de ajuste presupuestario, fueron compensados
por la posibilidad, para los ciudadanos y las empresas, de endeudarse
hasta niveles sin precedentes. Hizo entonces su aparición la feliz
expresión “keynesianismo privatizado”, para designar la sustitución de
la deuda pública por su hermana melliza, la deuda privada. El gobierno
ya no se endeudaba para financiar la igualdad de acceso a una vivienda
digna o la capacitación de los trabajadores: ahora eran los propios
individuos quienes eran invitados (generalmente sin poder optar
realmente) a tomar préstamos bajo su propio riesgo para pagar sus
carreras o para mudarse a barrios menos pobres (4).
La política llevada a cabo por la
administración Clinton dejó contentos a muchos. Los ricos pagaban menos
impuestos y, entre ellos, los que habían sido lo suficientemente
avispados como para invertir en el sector financiero cosecharon enormes
ganancias. Pero no todos los pobres tuvieron razones para lamentarse (al
menos no en un primer momento). Los préstamos subprime,
junto con la riqueza ilusoria en la que se basaban, sustituyeron los
subsidios sociales (que se suprimían) y los aumentos de sueldo (en ese
entonces inexistentes en la parte inferior de la escala de un mercado
laboral “flexibilizado”). Para los afroamericanos, en particular, la
adquisición de una vivienda no sólo significaba cumplir el “sueño
americano”: se trataba de un sustituto básico de las jubilaciones que
sus empleos –cuando tenían uno– no les aseguraban y que no tenían
razones para esperar de parte de un gobierno abocado a mantener la
austeridad.
Así, a diferencia del período dominado
por la deuda pública –donde el préstamo estatal permitía utilizar hoy
los recursos de mañana–, ahora eran los individuos los que podían
comprar inmediatamente todo lo que necesitaban, a cambio de su
compromiso de volcar a los mercados una parte importante de sus ingresos
futuros.
Así pues, la liberalización permitió
compensar la consolidación presupuestaria y la austeridad pública. La
deuda privada se sumó a la deuda pública y la demanda individual
–conformada con gran cantidad de dólares por la floreciente industria
del casino financiero– tomó el lugar de la demanda colectiva conducida
por el Estado. Fue ésta, entonces, la que sostuvo el empleo y las
ganancias, en particular en el sector inmobiliario. Esta dinámica
experimentó una aceleración a partir de 2001, cuando la Reserva Federal,
presidida por Alan Greenspan, adoptó tasas de interés muy bajas para
prevenir una recesión y un regreso a niveles altos de desocupación. Pero
el “keynesianismo privatizado” no solamente permitió que el sector
financiero obtuviera ganancias sin precedentes: también fue la columna
vertebral de un boom económico que hacía palidecer de envidia a los
sindicatos europeos. Estos erigieron en modelo la política de dinero
fácil implementada por Greenspan, que provocaba el rápido endeudamiento
de la sociedad estadounidense. Observaban con entusiasmo que, a
diferencia del Banco Central Europeo, la Reserva Federal estadounidense
tenía la obligación jurídica no sólo de garantizar la estabilidad
monetaria, sino también de mantener un alto nivel de empleo. Por
supuesto, todo esto finalizó en 2008, con el repentino colapso de la
pirámide de créditos internacionales en la que descansaba la prosperidad
de fines de la década de 1990 y comienzos de la de 2000.
¿A qué nos enfrentamos?
Luego de sucesivos períodos de
inflación, déficit público y deuda privada, el capitalismo democrático
de la posguerra entró en su cuarta etapa. Mientras todo el sistema
financiero global amenazaba con implosionar, los Estados-nación
intentaron restablecer la confianza económica socializando los préstamos
tóxicos que antes habían autorizado con el fin de equilibrar sus
políticas de consolidación presupuestaria. Combinada con la recuperación
necesaria para evitar un colapso de la “economía real”, esta medida
generó una dramática ampliación del déficit público. Señalemos al pasar
que este desarrollo no derivaba de la naturaleza despilfarradora de
líderes oportunistas o de instituciones públicas mal diseñadas, como
alegaban algunas teorías elaboradas durante los años noventa, bajo los
auspicios, particularmente, del Banco Mundial y el FMI.
El resto es historia conocida: desde
2008, el conflicto distributivo inherente al capitalismo democrático se
convirtió en una lucha encarnizada entre inversores financieros
mundiales y Estados-nación soberanos. Mientras que, en el pasado, los
trabajadores luchaban contra los patrones, los ciudadanos contra los
ministros de Finanzas y los deudores privados contra los bancos
privados, hoy las instituciones financieras cruzan sus espadas con los
Estados… a quienes, sin embargo, recientemente sometieron a chantaje
para lograr que las salvaran. Queda por determinar la naturaleza de las
relaciones de poder en las que se apoya esta situación.
Recortes sin precedentes
Desde que comenzó la crisis, por
ejemplo, los mercados financieros exigen tasas de interés muy variables
según los Estados. Por lo tanto, ejercen presiones diferenciadas a los
gobiernos para obligar a sus ciudadanos a aceptar recortes
presupuestarios sin precedentes. Puesto que hoy pesa una deuda colosal
sobre los hombros de los Estados, cualquier aumento en las tasas de
interés, por pequeño que sea, es capaz de provocar un desastre
presupuestario (5). Al mismo tiempo, los mercados deben cuidarse de no
someter a los Estados a una presión excesiva, ya que estos podrían muy
bien optar por declarar el défault
sobre sus obligaciones de deuda. Es preciso, entonces, que algunos
Estados estén dispuestos a salvar a otros, más amenazados, para que se
protejan del aumento general de las tasas de interés sobre los préstamos
soberanos.
Además, los mercados no sólo esperan
una consolidación presupuestaria: también exigen perspectivas razonables
de crecimiento económico. Pero, ¿cómo combinar ambas expectativas?
Aunque la prima de riesgo sobre la deuda irlandesa haya caído cuando el
país se comprometió a tomar medidas drásticas para reducir el déficit,
volvió a crecer unas semanas después: el plan de recuperación era tan
estricto que impedía toda reactivación económica (6).
Desde hace unos años, la administración
política del capitalismo democrático se muestra, pues, cada vez más
delicada. Además, es probable que, desde la Gran Depresión, los líderes
políticos nunca se hayan enfrentado a una incertidumbre tan grande.
Por lo demás, ¿es totalmente
inconcebible que ya esté creciendo una nueva burbuja, inflada por el
dinero barato que sigue fluyendo libremente? Si bien ya no es posible
invertir en las subprimes,
al menos por ahora, el mercado de las materias primas o la nueva
economía de internet brindan perspectivas tentadoras a algunas personas.
Nada impide que las empresas financieras inviertan el efectivo que
inunda los bancos centrales en lo que estos consideran como los “nuevos
sectores de crecimiento” (en nombre de sus clientes privilegiados y, por
qué no, para su propio beneficio). Después de todo, dado que las
reformas que debían regular el sector financiero fracasaron casi por
completo, el capital puede mostrarse hoy un poco más exigente que antes.
Y los bancos, ya descritos en 2008 como “demasiado grandes para
quebrar” (“too big to fail”),
pueden esperar crecer aún más en 2012 ó 2013. Una vez más, pues, podrán
practicar el chantaje que tan hábilmente han sabido jugar desde hace
tres años. Pero esta vez el rescate público del capitalismo privado
podría resultar imposible, aunque más no sea porque las finanzas
públicas han llegado al límite de su capacidad.
En la crisis actual, el riesgo para la
democracia es tan grande como el que pesa sobre la economía, si no más.
No sólo la “integración sistémica” de las sociedades contemporáneas –es
decir, el funcionamiento eficaz de la economía capitalista– está siendo
sacudida hasta sus cimientos, sino que sucede lo mismo con su
“integración social” (7). El advenimiento de una nueva era de austeridad
afectó gravemente la capacidad de los Estados para encontrar un
equilibrio entre los derechos de los ciudadanos y las exigencias de
acumulación de capital. Además, la estrecha relación de interdependencia
que mantienen los países vuelve ilusoria la pretensión de resolver las
tensiones entre economía y sociedad (o entre capitalismo y democracia).
Ningún gobierno puede permitirse el lujo de ignorar las restricciones y
las obligaciones internacionales, en particular las de los mercados
financieros. Las crisis y las contradicciones del capitalismo
democrático poco a poco se fueron internacionalizando y se despliegan no
sólo dentro de los Estados, sino también entre sí, según combinaciones y
permutaciones que aún falta explorar.
Al observar la evolución de la crisis
desde la década de 1970, parece probable que el capitalismo democrático
encontrará una nueva manera –aunque también temporal– de resolver los
conflictos sociales. Pero, esta vez, según modalidades que deberían
estar totalmente a favor de las clases pudientes, atrincheradas en una
fortaleza políticamente inexpugnable: la industria de las finanzas
internacionales. Después de todo, ¿podemos descartar que éstas miren con
confianza el desenlace del combate final que podrían decidir librar
contra el poder político, antes de imponer su ley de una vez por todas?
1. Para la expresión “Gran Recesión”, véase Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff, This Time Is Different: Eight Centuries of Financial Folly, Princeton University Press, Princeton, 2009.
2. Conjunto de medidas de saneamiento
presupuestario destinadas a mejorar el saldo primario (ingresos del año
menos gastos sin contar los intereses de deuda).
3. Demanda total de bienes y servicios en una economía.
4. Véase Gérard Duménil y Dominique Lévy, “Incierto futuro de la Gran Potencia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2008.
5. Para un Estado cuya deuda se eleva
al 100% del PIB, un aumento del 2% de la tasa de interés que paga a sus
acreedores aumentaría su déficit anual en la misma suma. En
consecuencia, un déficit presupuestario del 4% del PIB aumentaría la
mitad.
6. Véase Frédéric Lordon, “El euro ante el derrumbe”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2011.
7. David Lockwood definió estos
conceptos en “Social Integration and System Integration”, en George
Zollschan y Walter Hirsch (eds.), Explorations in Social Change, Routledge y Kegan Paul, Londres, 1964.
* Director
del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades, en Colonia.
Este artículo es una versión resumida de un trabajo publicado en la New
Left Review, nº 71, Londres, septiembre-octubre de 2011.
Traducción: Gabriela Villalba
Fuente | El Dipló Enero 2012